lunes, 24 de marzo de 2008

tripis

Juanjo me dijo que se vendría a Madrid a pasar el fin de semana, tenía el sábado por la mañana una entrevista de trabajo, estaban buscando gente para disfrazarla de un personaje Disney y decía que no era vocacional, pero que a pesar de todo podía valer para ser el ratón Mickey. El viernes por la tarde me llamó desde un área de descanso. Había conocido a una chica en la estación de autobús, decía que era simpática y no tenía donde quedarse, estaba muy claro lo que me estaba pidiendo, así que le dije que podía invitarla a venir, me contestó riendo, colocado, ya lo había hecho.
La chica, Sonia, era una soldado de infantería pequeña y recia, más bonita que guapa, que había perdido el tren que tenía que llevarla de vuelta al cuartel en Zaragoza. No le quedaba dinero, invirtió lo que tenía en trescientos tripis y lo único que podía permitirse para volver era el viaje en autobús con trasbordo en Madrid, el problema es que llegaba por la noche y no había salidas a Zaragoza hasta la mañana.
Pequeña princesa alucinada, mi casa es tu casa.
Celebramos que había encontrado un techo comiendo medio tripi cada uno.
Invité a unos amigos para recibir a Juanjo. Estuvimos un buen rato esperándolos, hicimos tiempo bebiendo rones cola y picamos dos gramos que había traído Juanjo, decidimos meternos unos tiros antes de que nos subiese el lsd, así que nosotros ya estábamos de fiesta cuando los demás aparecieron. Juanjo además de los dos gramos trajo una pieza de costo enorme que se quedó sobre la mesa y a la que estuvimos dando pellizcos toda la noche. Raúl y Clara aportaban una botella de ron, Esteban vino y Carlos cava.
Teníamos todo lo que podíamos necesitar, ya podían sonar las trompetas del apocalipsis, que de una vez por todas se caiga el mundo en pedazos, nosotros estábamos a salvo en nuestra burbuja psicotrópica. El fuego y el azufre te resbalan cuando estás colocado.
Sonia se integró bastante bien, nos contó anécdotas de la semana de fiesta que había pasado en la costa. Hablamos hasta que poco a poco fuimos perdiendo el control y Juanjo, absolutamente narcotizado, se disfrazó de emperador romano con una sábana y largó un discurso absurdo por el balcón. Cayó al suelo después, cuando Esteban lo persiguió por el salón para violarlo con la botella de cava. Clara hacía fotos, reía tanto que apenas podía sostener la cámara. No tardó en llegar la policía, algún vecino debió avisarlos. Escondimos las drogas y nos pusimos todos un poco nerviosos, incluido Juanjo que gritaba a las paredes indignado. Esteban y Carlos se lo llevaron a mi habitación y cerraron la puerta, pero se seguían oyendo las amenazas y las risas. Cuando la pareja uniformada llegó arriba y les abrí, fui el perfecto vecino arrepentido, les pedí disculpas porque les hubiesen molestado por tan poca cosa, me escudé en una supuesta fiesta de cumpleaños que, con su visita, acababa de terminar. Aguanté el tipo y los polis, dos tíos bastante jóvenes, recitaron su pequeña bronca sobre el respeto a los que quieren descansar. El concierto cívico que nunca descansa. Antes de irse me advirtieron que si tenían que volver me multarían. Estos son los vigilantes, me miraban con rabia y envidia, querrían estar en mi lugar. Ellos lo saben, las ciudades son colmenas sosegadas, los asesinos son educados, no hacen ruido, viven a salvo en barrios residenciales, eliminan la vida limpiamente a distancia, a miles de kilómetros de aquí. Los protectores de la ley están exentos de todo mal, recorren las calles y se aburren, han anulado sus vidas, se toman muy en serio disolver disturbios etílicos, están deseando que en la radio suene una señal de alarma inofensiva para acudir veloces a destruir lo extraordinario.
Eran pasadas las tres cuando volvimos a quedarnos solos Juanjo, Sonia y yo, nos apetecía quedarnos en casa, estábamos demasiado drogados todos para compartir el espacio con desconocidos. Nos lo tomamos con calma, nos tiramos en los sofás a disfrutar de nuestro cóctel químico. Juanjo estaba mucho más tranquilo ahora, había insultado hasta quedarse vacío, ahora hablaba poco y a veces ponía el vaso frente a sus ojos para extasiarse con la evolución de las burbujas del cava.
Nos contamos historias de fiestas pasadas, nuestras medallas, nuestras salvajadas. Esas historias que sólo puedes contar a otros drogadictos, esas fueron las historias que nos contamos. Fuimos decayendo despacio. Saqué dos colchones que guardaba para las visitas y los puse juntos en el salón. Si quieres ver una escena cómica, asómate a mirar como tres torpes colocados intentan hacer una cama. Los dejé que terminasen de extender las sábanas, me fui a mi habitación y cerré la puerta. Cuando me tumbé me concentré en disfrutar del viaje de colores y espirales giratorias. Mi habitación daba con el salón y pronto comenzaron los ruidos de sexo al otro lado. Las envestidas de Juanjo y los gemidos de ella se oían perfectamente. Me puse de rodillas en la cama, frenético, escuchándolos follar con atención. Fue una oleada, de repente estaba cachondísimo. Abrí la puerta, estaban a oscuras, con la luz que proyectaba mi habitación vi a Juanjo sobre ella. No podéis seguir de fiesta sin mí, dije. La risa de ambos fue su consentimiento. Me desnudé y le ofrecí a Sonia mi erección, que se metió en la boca sobreexcitada mientras Juanjo seguía golpeando rítmicamente. La acaricié y me quejé de la lástima que me daba pensar en aquel bonito cuerpo enterrado en un uniforme caqui. Juanjo no tardó en correrse y se quedó tumbado a nuestro lado mientras yo le daba el relevo. No todos los días una soldado se lo monta con Mickey Mouse y uno de sus amigos, dije colocándome entre sus piernas.

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